jueves, 8 de mayo de 2008

de "Retrato en sepia", por Isabel Allende


".cuando lo único que deseo es meterme bajo la mesa, tal como hacía en losprimeros tiempos en casa de mi abuela Paulina. El sueño de los niños enpiyamas negros me condujo a la fotografía, estoy segura de ello. CuandoSevero del Valle me regaló una cámara, lo primero que se me ocurrió fue quesi pudiera fotografiar esos demonios, los derrotaría. A los trece años lointenté muchas veces. Inventé complicados sistemas de ruedecillas y cuerdaspara activar una cámara fija mientras dormía, hasta que fue evidente queesas criaturas maléficas eran invulnerables al asalto de la tecnología. Alser observado con verdadera atención, un objeto o un cuerpo de aparienciacomún se transforma en algo sagrado. La cámara puede revelar los secretosque el ojo desnudo o la mente no captan, todo desaparece salvo aquelloenfocado en el cuadro. La fotografía es un ejercicio de observación y elresultado siempre es un golpe de suerte; entre los miles y miles denegativos que llenan varios cajones en mi estudio hay muy pocosexcepcionales. Mi tío Lucky Chi'en se sentiría algo defraudado si supieracuán poco efecto tuvo su aliento de buena suerte en mi trabajo. La cámara esun aparato simple, hasta el más inepto puede usarla, el desafío consiste encrear con ella esa combinación de verdad y belleza que se llama arte. Esabúsqueda es sobre todo espiritual. Busco verdad y belleza en latransparencia de una hoja en otoño, en la forma perfecta de un caracol en laplaya, en la curva de una espalda femenina, en la textura de un antiguotronco de árbol, pero también en otras formas escurridizas de la realidad.Algunas veces, al trabajar con una imagen en mi cuarto oscuro, aparece elalma de una persona, la emoción de un evento o la esencia vital de unobjeto, entonces la gratitud me estalla en el pecho y suelto el llanto, nopuedo evitarlo. A esa revelación apunta mi oficio. "

La paradoja del escritor

Una reflexion sobre la escritura, que se puede extender a cualquier tipo de
expresión artística.


La paradoja del escritor

Creo que no se escribe para decir algo que de antemano se sabe, sino para
llegar a saber qué se quiere decir y para verificar hasta dónde ese querer
decir logra encarnarse en lo que efectivamente se dice. La obra, cuando es
literaria, nos informa en el doble sentido de que nos cuenta y nos
constituye. Se pasa a ser lo que se ha dicho y se pasa a ser porque se ha
dicho. La expresión confiere estatuto ontológico. Es creación de quien
escribe y no apenas de lo que se escribe. De modo que, en este sentido, hay
que decir que se escribe contra la propia indeterminación. Sartre sostuvo
que "el hombre por dentro es queso derretido".
Se escribe para convertir lo amorfo de nuestra interioridad sin voz en
exterioridad, en pronunciamiento, en objetividad. No extraemos de nuestra
interioridad lo que decimos. A la inversa: mediante lo que decimos
construimos nuestra interioridad. Ésta es la paradoja de la literatura: con
ella, en ella, la interioridad sólo puede ser algo público. Es al hacerse
pública, al convertirse en obra, como nuestra intimidad encuentra su espacio
propio y su forma. El escritor no es el que se expresa trasladando afuera
algo que ya tiene adentro, sino que consiste en lo que expresa, como quien
traslada hacia adentro lo que ha logrado formalizar afuera. Al respecto,
Hegel afirmó que "es en el mundo de la acción donde el alma se halla
realmente a sí misma". La alegría de la creación, es este júbilo genesíaco
que resulta de haber pasado de ser un bullicio interno sin sujeto evidente,
a ser un sujeto evidente, además de un bullicio interno.
Desearía trazar una analogía entre mi experiencia como escritor y una
confesión -para mí conmovedora- que realiza Renato Descartes a propósito del
proceso de composición de El Discurso del Método. Descartes cuenta que, a
medida que escribía su tratado, crecía en él el dolor que le provocaba el
arremeter contra sus propios prejuicios, sus creencias más ciegas y
arraigadas y sus valores más convencionales. Y -añade- era sin embargo ese
dolor el que le probaba que lo que estaba haciendo era realmente escribir.
Aquí se ve bien que escribir, en su sentido más radical, es ejercer el
derecho a una esencial discordancia con uno mismo.
Una obra es obra que abre -y abre, ante todo la piel de quien la escribe. No
la tersa piel sino la piel encallecida-. No es el dolor de lo floreciente.
Es el dolor de lo marchito. De lo marchito pero profundo, de la intimidad
marchita que, al sufrir, combate por su supervivencia.
Aun así, ningún escritor auténtico puede jactarse de haber dinamitado su
estupidez pero sí puede saber, al cabo de los años, hasta dónde ha sido
capaz de llevar su pelea contra la humillación del lugar común, de lo mal
pensado, y de esa forma de inexistencia que es el acatamiento complaciente
al saber convencional.

* de Santiago Kovadloff. "Ensayo y Subjetividad". Marcelo Percia,
compilador. EUDEBA. Bs. As. edición de 1998.

me lo envio mi profesor y queria compartirlo. Drus